Son ya varias las semanas que han transcurrido desde que el escándalo de Facebook y Cambridge Analytica saltara a la palestra, asunto que ha llegado a ser considerado como la mayor violación de privacidad de la historia de la red social.

El debate que se suscitó posteriormente abordaba diferentes flancos, desde la utilización no consentida de la información de los usuarios de la red, hasta los perfiles psicográficos elaborados a partir de dicha información.

Muchas, las incógnitas, y muchas, las preguntas a responder, que incluso llevaron al CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, a comparecer ante el Senado de los EEUU para dar explicaciones sobre lo ocurrido.

Explicaciones que no convencieron a nadie, ni a usuarios, ni a senadores, ni a los socios y colaboradores de Facebook, pero que sí que sirvieron para relajar los ánimos y comenzar a pasar página.

En cualquier caso, el usuario por fin había abierto los ojos a lo que implicaba su aceptación de las condiciones de servicio de Facebook… ¿o no?

Aparentemente, el escándalo suponía un antes y un después en la percepción que se tenía de la red social. Pero, creo que digo bien, sólo era una apariencia.

Cuando se desveló de qué manera nuestra información se había interpretado para deducir nuestras preferencias políticas y nuestras preocupaciones sociales, la respuesta inmediata fue un sentir general de rechazo hacia la plataforma, hacia su comportamiento y hacia la violación de la confianza de aquellos que la habíamos depositado sin dudarlo.

Y entonces enarbolamos la excusa del “yo no lo sabía”, justificándonos en la opacidad de los términos y condiciones del servicio.

Fue entonces cuando se hizo patente de forma pública una realidad que a todas luces ya era sabida por todos, pero que ningún implicado estaba dispuesto a reconocer abiertamente: nadie lee los términos y condiciones.

Curiosamente, ni siquiera Facebook leyó las condiciones de la aplicación de la que se valió Cambridge Analytica para hacerse con los datos de los usuarios. Y es que cabría preguntarse dónde se encuentra la frontera entre la obligación de informar que tienen las empresas sobre el uso que se hará de los datos y el hecho de hacerlo de forma entendible, abarcable y accesible para la media de los usuarios.

La situación demostró que el consentimiento que el usuario proporcionaba a Facebook particularmente (y al resto, si se me permite), era de todo menos informado, entendiendo que para serlo deben cumplirse tres requisitos, como mínimo: información, comprensión y voluntariedad.

No me permitiré dudar de la información, aunque es evidente que, a veces, ésta puede tomar formas inescrutables e ininteligibles, que nos llevan a que el segundo de los requisitos, la comprensión, sea soslayado con el objetivo velado de conseguir el consentimiento automático del usuario, que no quiere perderse en un entresijo de tecnicismos y conceptos legales.

Respecto a la voluntariedad, prefiero hablar de una voluntariedad forzosa, ya que, una vez que la plataforma pasa a ser uno de los medios de interactuar e interrelacionarse más extendidos y generalizados, su uso resulta obligatorio si uno no quiere convertirse en una especie de paria digital.

Sumando a esto el hecho de que las cláusulas del contrato no presentan alternativa ni son negociables, no parece existir ningún tipo de voluntariedad, ni siquiera en su versión más metafórica.

Hasta dónde son capaces de llegar los gigantes de Internet para sacar rédito a nuestra información

Ahora bien, una vez superada la dosis de realidad que ha significado saber hasta dónde son capaces de llegar los gigantes de Internet para sacar rédito a nuestra información, llega el momento de plantearse en qué punto de la partida nos encontramos.

Según una encuesta de Ipsos publicada este domingo pasado por la agencia de noticias Reuters, uno de cada cuatro usuarios ha reducido su actividad o ha llegado a suspender sus cuentas en Facebook tras el escándalo. Sin embargo, los tres cuartos restantes siguen estando igual de activos, o más, que antes del mismo. ¿Qué excusa esgrimiremos cuando se produzca la próxima filtración de datos?

Más allá de compromisos rotos y de consentimientos no informados, la reacción del usuario medio no deja de sorprender. ¿O quizás no debería hacerlo? Es probable que exista algo de psicología detrás de este comportamiento. Y es que parece que olvidamos pronto. Más, cuando ya hemos creado la necesidad de vivir conectados. Nos cuesta renunciar a ello.

¿Cómo declinar el uso de un servicio que te vincula con los demás, que te hace sentir parte del grupo, que satisface ese sentido de pertenencia tan arraigado en el ser humano desde sus orígenes?

Las justificaciones se nos están acabando. Posiblemente la pregunta que nos toca responder ahora no es si sabemos lo que los gigantes de Internet hacen con nuestros datos, sino si estamos dispuestos a seguir pagando con nuestra información el servicio que nos prestan. ¿Qué precio le estamos poniendo a nuestra intimidad y a nuestra privacidad?

Puede que la clave esté en que los datos “sólo” son datos, etéreos, nada palpables ni tangibles, al menos mientras que no se haga una enorme campaña didáctica para explicar en qué se traduce verdaderamente toda esa información que proporcionamos.

Entretanto, esos datos nos seguirán pareciendo inocuos e inofensivos, y no seremos conscientes de que la inteligencia y la comprensión que se derivan de ellos y de su combinación nunca lo son.

Después de todo, puede ser que estemos abocados a marcar un “Me gusta” al escándalo de Facebook. Por paradójico que parezca.

Cristina López Tarrida

Autora invitada al blog de Open Data Security

Ingeniero de software. PMP®. Especialista en Ingeniería Social y Hacking Psicológico. Formadora y conferenciante. Colaboradora experta en la Red de Conocimiento de ComputerWorld España. Cibercooperante del INCIBE. Cibersecurity Evangelist.

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